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“Cuando José Vicente recibió el diagnóstico de su cáncer, la doctora le dijo que le quedaban unos dos meses de vida. Y él se lo contó, de a uno, a algunos hermanos de la comunidad. Me dijo que ese diagnóstico le había venido bien, porque llevaba bastante tiempo rezando con el salmo que dice «Mi alma tiene sed de Dios, ¿cuándo iré a contemplarlo?»”, recuerda Sergio Silva ss.cc.
Hoy, 1º de febrero, día del cumpleaños de nuestro querido hermano José Vicente Odriozola, compartimos las palabras de Sergio en la homilía de una eucaristía celebrada el mismo día de su pascua, el martes 17 de diciembre por la tarde.
El texto del Evangelio que hemos escuchado (Jn 14,1-9) es, a mi juicio, uno de los más esperanzadores y consoladores del Nuevo Testamento. Contiene además un gesto de Jesús que podríamos llamar un gesto maternal: él mismo va a preparar la habitación para sus discípulos, y en esos discípulos no están solo los que lo escuchan en ese momento, sino también cada uno de nosotros. Jesús nos espera en la Casa del Padre con una habitación personal, arreglada y preparada con cariño para cada uno.
En este texto Jesús se designa a sí mismo también como el camino. Pienso que Jesús es el camino porque él, en cuanto hijo de Dios, ha cruzado el abismo que hay entre Dios y nosotros, entre el Creador y la creatura. Un abismo que para nosotros era imposible de cruzar. Todos los intentos humanos por llegar hasta Dios por las propias fuerzas, por las propias capacidades, han fracasado. En el Antiguo Testamento vemos el caso de los primeros padres en el Paraíso, que seducidos por la serpiente, que les dice que si comen el fruto del árbol prohibido que está en el jardín van a ser como dioses. Y ellos comen, porque todos llevamos en nuestro interior el deseo de vivir en plenitud como vive Dios. Pero en vez de ser como dioses quedan fuera del Paraíso, sometidos al trabajo duro, al parto doloroso, a la muerte. Y esa es nuestra condición humana. Otro caso es el de la torre de Babel. La humanidad ha aprendido a construir ladrillos, se envanece con esta capacidad nueva que ha descubierto y pretende construir una torre que llegue hasta el cielo, es decir, en la mirada de todas las culturas antes de la modernidad, ahí donde habita Dios. El resultado de este intento es la confusión de las lenguas, es decir, la incomunicación entre los seres humanos, que trae consigo la enemistad y la guerra, que son otra forma de muerte.
En su misericordia, Dios ha decidido cruzar el abismo que nos separa de él en la persona de su hijo, que se encarna en Jesús de Nazaret y se hace uno de nosotros. Ese camino de Dios a la humanidad es efecto del amor de Dios. Podemos imaginar que, haciéndose uno de nosotros, Jesús ha bajado del cielo a la tierra por esa escalera del amor y la ha dejado instalada, porque él ha venido a buscarnos, a llevarnos a la Casa del Padre. Y nos ha enseñado que el camino para llegar al Padre es el mismo por el cual él ha venido del Padre a nosotros, el camino del amor a él y a los hermanos. Por eso nos deja un único mandamiento nuevo: ámense unos a otros como yo los he amado.
Pero el amor de Dios y el que nos lleva a Dios no es un puro sentimiento, sino que se completa en la obra de ayuda al que sufre, al que carece de lo necesario para vivir, al que está desorientado en la vida. Eso es lo que vemos en el caso de Tabitá, que hemos escuchado en la primera lectura. Es una escena hermosa: ella ha muerto y ha dejado en el desconsuelo a esa gran cantidad de viudas que ella ha ayudado tejiéndoles mantos y túnicas para cubrir su frío. Como Pedro está en el pueblo vecino lo mandan llamar. Y le muestran estas viudas la obra de amor que ha hecho la difunta. Y Pedro se dirige a Dios en oración y logra que Tabitá vuelva a la vida.
Pienso que José Vicente ha sido a lo largo de su vida una especie de Tabitá. Ha ayudado a tantos de nosotros, quizá a todos los que estamos aquí, a mantener, a cuidar, ese vestido interior del que nos hemos revestido por la fe en Jesús. Y nos ha ayudado a remendarlo cuando lo hemos maltratado, y a veces incluso lo hemos roto. Podríamos mostrarle a Jesús esos vestidos que acompañados por José Vicente hemos podido mantener en nuestro interior por la fe. No son puramente obra nuestra, son regalo del amor de Dios, pero que ha exigido nuestra colaboración para hacerlo crecer junto con nuestro crecimiento como personas.
Por eso nos hemos reunido en esta tarde para recordar a José Vicente, para pedirle al Señor Jesús que lo haya recibido en la Casa del Padre, en la habitación que él le ha preparado. Pero también, y quizá principalmente, hemos venido a darle gracias a Dios por todo lo que a través de José Vicente nos ha regalado, porque en nuestro hermano hemos podido ver algo de Dios.
Sergio Silva ss.cc.